5-La aguja de plata de luna y el hilo de oro de estrellas

 

Con discreta veneración miraba José a su querida esposa y al misterio de este niño Jesús que llevaba bajo su corazón.

            Hacía lo posible para  hacerle a María la vida más bella y más fácil. Hubiera deseado  ofrecerles lindos adornos y hermosos vestidos, como los ricos ofrecen a sus esposas. Pero José era pobre, no tenía un centavo. Esto le entristecía por momentos; sin embargo María jamás se quejaba de no tener nada para adornarse.

            Desde que estaban en camino hacia Belén sufría  cada día su pobreza.

A veces no tenían que comer y quedaban con hambre porque nadie les daba.

Otras veces, llegaban cerca de un pueblo y a su llegada, las puertas de las casas se cerraban. Entonces no les quedaba más que dormir afuera bajo las estrellas. En estos momentos José se decía bajito: “Dios ha escogido a María para que de a luz a su Hijo y tú haces una mendiga”. “¡Si sólo tuviese un poco de dinero…!

El ofrecería algo a María, algo bonito. ¿Qué podría vender? No poseía nada superfluo aparte de, puede ser… su bastón. El lo había cortado en el bosque. ¿Encontraría  a alguien que se lo comprara?

            Una noche en que María y José dormían al aire libre, José tuvo un sueño.

Soñó que un hombre venía galopando en el hombro para despertarlo. Debía ser muy rico, sus vestidos eran soberbios. Sin embargo su mirada era amistosa, sin la menor conmiseración. José le preguntó: ¿En que le puedo servir?”. El extranjero le respondió: “Deseo comprar tu bastón, me han dicho que lo vendías”. José se inclinó para buscar su bastón. ¡Que sorpresa: encontró un bastón forjado en oro y plata y magníficamente trabajado! ¿Donde estaba y que había pasado con su viejo bastón esculpido? José tendió al extranjero el maravilloso bastón.

El hombre dijo: “En este momento te lo voy a pagar”. Con estas palabras levantó su mano derecha, y de pronto el cielo se puso a resonar, e hilos de oro empezaron a descender de las estrellas. El hombre los tomó delicadamente y los ovilló en el bastón. Luego levantó la mano izquierda. La luna creciente vino a posarse  y tomó la forma de una aguja de plata. “Toma esto como pago”, y con esas palabras, desapareció José, muy sorprendido, contemplaba este precioso regalo con el que no sabía muy bien que hacer. Pero ya, hilo y aguja se movían entre sus manos, el hilo de oro se enhebró solo en la guja de plata y ésta se puso a bordar. Bordaba estrellas sobre el manto azul de María. Cuando el hilo se hubo terminado, las estrellas brillaban en el manto tal como lo hacen en el cielo durante la noche. Entonces la aguja se elevó de nuevo hacia las estrellas  y volvió a ser la luna creciente.

            ¡Que sueño maravilloso! Por la mañana, José se despertó de buen humor. Encontró su viejo bastón a su lado. ¡Que transformado había aparecido durante la noche! de repente, su mirada percibió el manto de María: Mil estrellas brillaban sobre el pobre tejido. María y José las contemplaban con la misma alegría: ¡Que maravilla! María dijo: “Ahora este manto es demasiado hermoso para mi”.

            Así, a pesar de la pobreza de José, María pudo llevar un manto esplendido estrellado, el de la reina de los cielos.

 

 

 

6-La luz en el farol

 

Al caer la noche, Tito el posadero tomó su farol para ir al establo y renovar el heno de Remo, el buey. Al prender la vela, Tito se dio cuenta que estaba casi consumida.

            “Por esta noche alcanzará”, murmuró.

            Atravesó el patio acompañado de la pequeña llama que disipaba la oscuridad alrededor de él. Tito penetró en el establo y colgó el farol en un gancho del techo. Después con su rastrillo repartió el heno en el pesebre. De pronto escuchó un ruido que venía de la casa; su mujer lo llamaba: Tito, ¿Dónde estás? Han llegado huéspedes”. En ese momento, dejó caer el heno y tomó el farol pero justo la llama clara de la vela se elevó por última vez para volver a caer enseguida y desaparecer.”¡Que le vamos a hacer!” gruñó Tito en la oscuridad. Dejó el farol colgado sobre el pesebre y se apresuró a atravesar el patio para volver entrar a la casa.

            Al día siguiente, Tito no pensó más en el farol. Sin embargo en la noche se acordó que lo había dejado en el establo, colgado arriba del pesebre. Se fue a buscar una nueva vela y atravesó el patio.

            Allí se dio cuenta que brillaba una luz detrás de la ventana del establo. Sorprendido se frotó la cabeza pues él había visto muy bien como la vela se extinguía la noche anterior. Llamó a su mujer para mostrarle la extraña luz. Los dos juntos fueron al establo para verla más cerca.” Que raro, esta luz brilla para nada y para nadie” murmuró Tito. Y la mujer añadió: “Quién sabe porque esta llama no se extingue. No la molestemos. Esperemos que se consuma por si sola”.

            Es así como, la víspera de Navidad, cuando María y José, seguidos por el pequeño asno, buscaron albergue para pasar allí la noche, descubrieron el establo suavemente iluminado, que parecía esperarlos… Y la luz continuó brillando hasta después del nacimiento del niño para iluminar el mundo alrededor de él.

            Sin duda querrán saber que luz es esta que brillaba con tanto fervor. ¿Una vela?  ¡Por supuesto que no! Por lo menos no una vela común como las otras. No, yo se los voy a contar: aunque no se lo imaginen, una pequeña estrella se había deslizado en el farol. Destellaba allí con amor, pues quería estar allí para el nacimiento de Jesús.

            Si Tito hubiese mirado bien, la habría visto el también.

 

SEGUNDA SEMNA DE ADVIENTO

EL ANGEL VERDE

 

7-Las manzanas del paraíso

 

En el jardín del Paraíso, había un árbol que nadie tocaba: era el árbol de Dios. Portaba manzanas rojas, las más bellas que pueden imaginar. Todos los animales y los pájaros que pasaban cerca de este árbol detenían su curso o vuelo para contemplarlo, por lo bello que era: En aquel tiempo Adán y Eva vivían en este jardín. Iban a menudo a admirar el árbol, cuyos frutos estaban reservados para dios. Un día, la serpiente había convencido a Eva de cortar una manzana del árbol y probarla. Después le había dado a Adán, el cual  probó también. Entonces el árbol, de repente había perdido su esplendor. Y cuando Adán y Eva fueron arrojados del Paraíso, el jardín estaba triste por su bello árbol.¿Que acto temerario! Los frutos del árbol habían palidecido de terror, se habían vuelto pequeños y duros, y su gusto jugoso y azucarado se había vuelto amargo como la hiel.

            Así el manzano debía volver a encontrar un día de su belleza. Cientos de años más tarde uno de sus brotes se plantó en el jardín de María y José en Nazaret. El arbolito desmirriado creció. Cada año daba frutos pálidos, duros y amargos, que nadie comía ni siquiera el burrito. Un día de primavera el ángel vino al encuentro de María y le anunció que ella sería la madre de Jesús. Cuando atravesaba el jardín,   el ángel pasó cerca del manzano y susurró: “Prepárate, manzanito, pues el tiempo de tu miseria ha terminado. En Navidad, el hijo de Dios vendrá al mundo.

Recuerda que eres el árbol que porta los frutos de Dios”.

            En el curso de las semanas siguientes, María y José, muy asombrados, pudieron observar como el árbol se erguía, y florecía con tal magnificencia que se podía pensar que se podía venir abajo por la carga de  las flores. Su follaje se llenó entonces de trinar y el zumbido de las abejas que llegaban de lejos atraídas por la golosina, para libar sus flores.

            Después vino el tiempo en que la frondosidad del árbol escondió lo que se estaba preparando.

            Y cuando maduraron sus frutos, no eran ya pequeños y duros sino muy grandes y con una forma redonda y hermosa. Y he aquí que las manzanas se fueron coloreando. Al principio eran de un rosa delicado que se volvía cada vez más intenso; y al final, tenían mejillas de un rojo radiante. ¿Sabéis porque llegaron a ser tan rojas? Es muy sencillo: estaban felices de poder ser de nuevo los frutos de dios, quien iba a venir pronto a la Tierra. María recogió sus frutos en un canasto, y viendo que eran tan firmes y tan buenos, les dijo a José: “Vamos a guardarlas para el niño”. Y cuando partieron hacia Belén, María y José cargaron sobre el lomo del burro una bolsa de manzanas para el niño. Ellos no las tocaron ni cuando tuvieron hambre.

            He aquí como el manzano fue liberado de su maldición. Hoy dona sus frutos a los hombres. Cada año sin embargo quedan algunas para el Niño Jesús: las más rojas. Muestran, en particular, cuanto se alegra el manzano de que Dios haya venido al mundo.

 

 


8- El Cardo Plateado

 

Cuando Dios creó las flores, les preguntó a cada una: “¿Cómo te vamos a vestir?” Algunas querían ser grandes y robustas, otras deseaban exhalar dulces perfumes. Una  prefería tener flores rojas, otras azules y otras también blancas. Y Dios concedía todos sus deseos.

            Así fue como un día se dirigió a una flor: “Tú, pequeña criatura, dime tus deseos más queridos. “¿Quieres crecer o quedarte pequeña? ¿Quieres llevar flores rojas, amarillas o azules?”

            “Yo sólo tengo un deseo”, respondió la planta. Me encantaría conservar mis flores hasta el nacimiento del niño Jesús si es posible. En cuanto al resto, me presto a todo: tanto a trepar como a llevar espinas”.

            Amablemente Dios sonrió  creó… al cardo mariano.

            Este cardo crece en el suelo, sus hojas están llenas de espinas, pero sus flores brillan como estrellas de plata que se abren justo en Navidad, para saludar al niño Jesús.

 

 

9-El bosque de Espinos

 

En el camino que los llevaba a Belén, María y José atravesaron un bosque. Los árboles se dirigían secos y delgados hacia el cielo. A la altura de los hombres, entre los troncos, abundan arbustos espinosos. Duros y nudosos, entremezclaban sus ramas que, en lugar de hojas, tenían enormes espinas agudas. Estas molestaban el paso de los viajeros y desgarraban sus vestidos. ¡El pobre burro!, no podía hacerse más delgado y no tenía ninguna posibilidad de evitar que las espinas que le arañaban la piel. Finalmente se detuvo, rechazando dar un paso más. María y José le suplicaron, después se enojaron. En vano; el burro, testarudo, quedaba en su sitio. Lanzaba su “hi-han” despiadado cuando José le daba con su bastón para hacerle avanzar.

            Entonces, José la emprendió con los arbustos espinosos. ¡Después de todo ellos eran los que hacían su marcha tan penosa! Pero María le puso su mano sobre el brazo y le dijo: “Querido José, no te enojes contra estos pobres arbustos. No tienen otra que llevar espinas sobre esta tierra tan árida. Si sólo tuviesen con que apaciguarse, estoy segura que nos acogerían con hermosísimas rosas a nosotros y a nuestros hijos.”Dicho esto, levantó sus ojos al cielo y rogó:

“Dios Bienamado, que tu bondad nos llegue como rocío sobre estos pobres arbustos, para que puedan transformarse como lo desean”

            Apenas María había terminado su oración, una dulce llovizna cayó del cielo. A medida que iban saciando su sed, los arbustos perdían sus espinas, dando lugar a soberbias rosas, cuyos colores brillaban en derredor y cuyo perfume llenaba el aire de gran alegría. Dieron gracias a Dios por este milagro y el burrito feliz aspiraba el aire embelezado; y lleno de coraje, emprendió su trote en dirección a Belén.