20-La sopa de la Mendiga

 

En el pueblo ninguno era más pobre que Rebeca, pues sólo poseía los vestidos que llevaba. Y esto era muy poco. La blusa y la falda estaban desgarradas, las medias y las sandalias llenas de agujeros. Todos los habitantes del pueblo la conocían y Rebeca conocía a cada uno de ellos.

            Cuando tenía hambre sabía donde golpear y tenía la costumbre de dormir afuera. Aún en invierno sabía donde encontrar un refugio. ¡Que vida miserable! Sin embargo, Rebeca llevaba esta vida de hace muchos años y no sentía envidia, ni la necesidad de cambiar.

            A un campesino que un día se había apiadado de su suerte, ella le había respondido: “Tú suerte por un lado es más penosa que la mía, en todo caso yo no la conozco”. Y como el campesino la miraba sorprendido, le explicó: Todos ustedes han sido mendigados por mi una vez, en cambio yo no he sido mendigada jamás por nadie”.

            Le puso bajo su brazo la hogaza de pan que le había dado y se fue con una sonrisa maliciosa.

            Poco después de esta anécdota, comenzó a reinar una gran hambre en el país. La gente no tenía casi con que alimentarse. Cuando llegaba Rebeca, su presencia provocaba una situación molesta y se le cedía de mala gana unos restos de comida. Tenía que golpear en muchas puertas para saciar su hambre. Un día recibió un poco de sopa caliente que llegaba hasta la mitad del cuenco. ¡Que suerte! Se había sentado al borde del camino para comerla, cuando vio unos viajeros que venían hacia donde ella estaba. Un hombre, una mujer y un pequeño asno. Lo han adivinado: eran María y José que caminaban hacia Belén. ¡Que sombría era la cara del hombre!¡Y la de la mujer era pálida y hundida! A Rebeca le dio pena y les habló así: “¡Eh buenas gentes! ¿Por qué están tan tristes? ¿Qué es lo que les pasa?. José miraba a Rebeca sin decir una palabra. Sus ojos fijos en el cuenco, parecían medir la sopa. María respondió dulcemente: “Estamos al límite de nuestras fuerzas. La marcha es penosa cuando no se ha comido.”

“¿Por qué no compran comida?” preguntó la mendiga. “¡No tenemos dinero”respondió María. “¿Y por qué no mendigan?, quiso saber Rebeca. María respondió confusa:” Ya lo hemos tratado, pero nadie no has dado nada”. La mendiga asintió con la cabeza: “¡Y sí! Estos momentos son duros, la gente no tiene nada ni para ellos”.

            “Miren el poco de sopa  que he recibido”. Y les mostró su cuenco a medio llenar. De repente a Rebeca la pasó un pensamiento que todavía nunca  le había venido: “Dígame”, les preguntó dulcemente, “¿Tienen un recipiente?” Sí, María y José habían traído uno.

            La mendiga dijo con voz decidida:

            “Entonces, vengan, compartamos mi sopa y su pena”.

            José le alargó su cuenco. Rebeca vertió lo que necesario para ella. Después en un arrebato de generosidad, vertió un poco más todavía. Ella tenía su cuenco de forma que ni María ni José se dieran cuneta que estaba vacío.

            Al mirar a los extranjeros comer su sopa, la mendiga sintió una alegría que jamás había sentido hasta ahora. Por un instante, se olvidó de su propia hambre.

            En unos minutos, María y José habían terminado su sopa y ya reemprendían el camino. Rebeca los siguió largo tiempo con la mirada. ¿No le había revelado ese lado de su suerte humana que ella no conocía? Ella, la mendiga Rebeca, había sido mendigada por primera vez en su vida. Finalmente se inclinó para agarrar su cuenco y ¡estaba lleno hasta el borde! Lleno de una rica sopa caliente, a su gusto, una sopa que sació su hambre completamente.

 

21-Los Pastores cerca del Fuego

 

En los campos,  no lejos de Belén, estaban sentados algunos pastores alrededor del fuego, pues refrescaba bastante en la noche.

            Sus ovejas descansaban apaciblemente en un gran círculo alrededor de ellos. Sólo sus perros estaban en movimiento e iban de aquí para allá, como bravos perros guardianes.

            Samuel, el más joven de los pastores suspiró: “Que lindo sería sin la amenaza del lobo….” Jacob sacudió la cabeza irritado: “¿Para que soñar?, replicó “Mientras haya ovejas, habrá lobos para atraparlas”. Entonces el viejo Elías levantó la cabeza blanca. Fijó sus ojos claros en sus compañeros y dijo con un tono misterioso: “¿Quién sabe, quién sabe? Está escrito que un día vendrá, en que lobos y ovejas pacerán juntos apaciblemente.” ¿Cuándo vendrá ese día?”, inquirió enseguida Samuel. El anciano inclinó la cabeza solemnemente: “la escritura dice que el hijo de Dios vendrá entre los hombres.  Entonces no habrá más odio sobre la Tierra y la paz reinará entre los hombres y los animales. En cuanto a la fecha nadie lo sabe.”

            Lo pastores contemplan el fuego pensativos. De repente escucharon a alguien cantar y este canto era tan dulce que les conmovió el corazón. Se volvieron en dirección a la voz: Por el camino  que conducía  al pueblo, vieron a un hombre, y a una mujer joven: Ella  cantaba para el niño que llevaba en un manto azul. Un burrito los acompañaba.

            Ella cantaba para el niño que llevaba bajo su corazón y una serena paz colmó el alma de aquellos que la escuchaban.

            Los pastores siguieron con la mirada a la mujer hasta que hubo desaparecido.

Después se volvieron y se dieron vuelta hacia el fuego y se dieron cuenta que las ovejas tenían  también  sus cabezas vueltas hacia Belén. Los perros habían cesado sus idas y venidas y se mantenían tranquilos, con las orejas a la escucha.

            De pronto Samuel señaló algo con el dedo. Murmuró:”¡Miren, allá! Ese no es uno de nuestros perros; es el lobo”. Los otros pastores habían seguido su gesto.

            Asintieron con la cabeza. Sí, era en efecto un lobo, allá abajo ceca de las ovejas; prendado como ellas con la magia del canto, miraba hacia Belén. El rostro del anciano Elías se iluminó. “¿No hablábamos de un milagro que nos parecía todavía lejano? Ahora el día está muy cerca. El hijo de Dios va a nacer. No hay ninguna duda, los signos son claros, el lobo parece tranquilamente al lado de los corderos”.

            Samuel se volvió hacia el anciano:”Quieres decir, padrecito, que la mujer que cantaba tan maravillosamente era la madre del niño divino?, preguntó.

“Exactamente, eso es lo que yo pienso”, aprobó Elías. “Esta joven mujer debe ser la madre de Dios”. Y en esto, el viejo pastor tenía toda la razón.

 

 

 

22-El Viejo Guarda

 

Simeón, el anciano guarda, estaba sentado a la ventana. Miraba caer la nieve y pensaba en le tiempo pasado. Tenía veinte años y había pasado más de sesenta cuidando las puertas de Belén. Las habría por la mañana con los primeros rayos del sol. Y por la noche con los últimos rayos las volvía  a cerrar. ¡Había visto tanta  gente entrar y salir gente del pueblo! Con el tiempo, había aprendido distinguir las intenciones de cada uno: buenas o malas. Ahora sus fuerzas le abandonaban y le costaba levantar la gran llave. En cuanto a la puerta, era tan pesada que el anciano Simeón no podía abrirla. Un guarda joven había tomado su puesto. Simeón era sólo era responsable de una pequeña puerta al Este del pueblo. Jamás en su vida la había visto abierta. Sin embargo se le llamaba” la Puerta Alta”. Cuando había comenzado su carrera de guardián, su predecesor le había confiado la llave, y le había recomendado cuidar que no se herrumbrase. Pues añadió:” Un día será necesario abrir la Puerta Alta. Cuando haya llegado el momento, lo sabrás con certeza”.

            Durante todo el tiempo de su servicio, Simeón había cuidado la llave.

¿Llegará el momento de abrir la Puerta Alta? Sumido en estos pensamientos el anciano se levanto cuidadosamente de su silla. Fue hacia el armario y sacó a la llave. Después volvió a sentarse en la ventana, mirando caer la nieve silenciosa. Simeón frotaba la nieve con le punta del manto de lana. Era una llave de hierro, pero ahora relucía como una llave de plata. Simeón volvió a pensar en las palabras de su predecesor. “Un día, habrá que abrir la Puerta Alta. Cuando haya llegado el momento lo sabrás”.

            Cada vez que pensaba en esto, el anciano se preguntaba si, por descuido, no habría dejado pasar la gran ocasión y no se habría dormido en el momento oportuno.

            En ese instante, le pareció que el cielo se aclaraba al Este, como si las nubes de nieve se  abriesen en esa dirección. La luz se intensificaba y tomó forma de una puerta alta toda dorada.

            Y la puerta se abrió, y un niño pasó por el umbral, miró a su alrededor y luego con su manita hizo un gesto en dirección al viejo guarda. El niño comenzó a descender hacia la Tierra, por un camino que no era visible. Siempre miraba de nuevo a Simeón que observaba la escena estupefacto. De repente el anciano gritó: “¡La Puerta Alta!” El niño se dirige hacia la Puerta Alta, mientras que yo me quedo  al calor mirando boquiabierto”. Se levantó con sus viejas piernas lo más rápido posible. Envuelto en su manto de lana, salió en la nieve hacia la muralla del Este del pueblo. En el camino no se cruzó con nadie. No era de extrañar: por el tiempo que hacía, la gente se quedaba en sus casas. El anciano no veía ya la puerta de oro en el cielo, pero hacia el este veía todo el tiempo un resplandor.

            Llegó por fin la Puerta Alta. Introdujo la llave que había cuidado tanto, en la cerradura y se abrió fácilmente sin ningún ruido. El niño estaba en el umbral. Tendió su mano pequeña a Simeón: “Gracias por haber escuchado la llamada y haberme abierto la puerta”, le dijo; “mira, yo he dejado también una puerta abierta, es para ti”.

            El viejo guarda levantó sus ojos y vio en el cielo la puerta de oro. Estaba abierta, muy grande: un camino luminoso conducía hasta ella. Simeón, radiante de alegría, se dirigió enseguida hacia la puerta de los cielos. El niño le siguió con la mirada hasta hubo desaparecido.

            Después de unos días, todo el mundo se preguntaba donde estaría el viejo guarda. Salieron en su busca pero nadie lo encontró- Así, unos extranjeros  habían llegado al pueblo: un hombre, una mujer joven,  y un burro, que el guarda estaba seguro de no haberlos visto pasar. ¿Cómo habían entrado?

Asombrado, el joven guarda fue a controlar la Puerta Alta: ¡Estaba completamente abierta y la llave había quedado en la cerradura! “¡El viejo Simeón ha debido perder la cabeza! Ha abierto la puerta y se ha ido”, murmuró. “Cerró la puerta llevándose la llave”.

            Jamás se dudó que aquél que debía entrar por la Puerta Alta estaba ya en el pueblo.

 

 CONTINUAMOS